martes, 29 de junio de 2010

Hipótesis explicativas

1. La hipótesis de la activación emocional:

Probablemente, los orígenes de esta hipótesis deban situarse en concepciones de corte psicodinámico y psicoanalítico. Freud consideraba que aquellos sujetos que no superaban determinadas etapas psicosexuales (oral, anal y genital) podrían presentar problemas de ajuste en su vida adulta.
Se pone un especial hincapié en los desajustes de personalidad que pudieran darse en un sujeto, en función de las experiencias tempranas con la alimentación que hubiese tenido en su infancia (por ejemplo, alimentación con biberón, leche materna y edad del destete), que en algunos casos podrían provocar ciertos niveles de ansiedad durante la etapa oral, constituyéndose en las causas subyacentes de los futuros problemas de alimentación específicos en los adultos. Autores contemporáneos vienen realizando trabajos que intentan confirmar o reformular las posiciones psicoanalíticas originales.
De acuerdo a sus resultados, la sobreingesta alimentaría se debe, efectivamente, a niveles de ansiedad elevados, que podrían explicarse por problemas en etapas orales y genitales, amén de una falta de identificación con la figura paterna. Esta conceptualización parte de la consideración de que los sujetos obesos ingieren más cantidad de alimentos de los que realmente necesitan debido a estados emocionales, fundamentalmente ansiosos.

2. La hipótesis de la sensibilidad a la serial externa:

Esta hipótesis, posiblemente la más representativa de entre los diversos planteamientos psicosociales sobre las conductas alimenticias, propone, básicamente, que los sujetos obesos no relacionan sus estados motivacionales internos y la conducta de comer porque ésta se encuentra regulada, en gran medida, por señales externas como el olor, la apetitosidad y el aspecto de los alimentos, o la hora del día.
Los diversos estudios llevados a cabo arrojan, no obstante, resultados contradictorios. Así, no parecen poder confirmar que los obesos presenten una mayor sensibilidad a señales externas como el aspecto de los alimentos. Por el contrario, las hipótesis centradas en la estimación del intervalo de tiempo transcurrido han recibido mayor apoyo empírico.
Así, indican que los obesos tienden a pensar que ha pasado más tiempo que el real en aquellas situaciones en las que están sometidos a estados de aburrimiento, la hora es manipulada y se ven sometidos a condiciones estimulares salientes. Todos estos resultados indicarían, de acuerdo a la hipótesis de la externalidad, que los sujetos obesos tienen una mayor sensibilidad a señales externas en comparación con sujetos de peso normal.
Actualmente, y debido a la escasa verificación experimental que ha recibido, la hipótesis de la r externalidad está en vías de ser rechazada (Saldaña y Rossell, 1989). Sin embargo, y paradójicamente, el control estimular, como técnica terapéutica, sigue siendo de uso obligado en la mayoría de los paquetes terapéuticos de enfoque conductual, dirigidos al tratamiento psicológico de la obesidad en poblaciones adultas e infantiles.

3. La hipótesis del balance energético:

Este modelo hipotético sostiene que la acumulación de grasa y el consiguiente sobrepeso tienen lugar porque en algún momento el organismo ha tenido un balance de energía positivo. Es decir, la cantidad de energía ingerida ha sido superior a la cantidad de energía gastada, lo que da lugar a un incremento de peso paulatino y a un aumento de la cantidad de tejido adiposo, debido a una hipertrofia o a una hiperplasia del mismo (Saldaña, 1994).
Esta argumentación podría llevar a pensar que la solución está en reducir el número de calorías ingeridas y aumentar mediante actividad física el gasto de las mismas. Sin embargo, el planteamiento está lejos de ser tan simple. Aunque suele asumirse que los obesos se caracterizan por una sobreingesta alimenticia, numerosos estudios llevados a cabo en contextos naturales han demostrado empíricamente que los bebés, niños, adolescentes y adultos obesos presentan niveles de ingesta alimentaría similares e incluso inferiores a los sujetos con normó peso (Linscheid, 1992). Es por ello, que las hipótesis actuales tienden a inclinarse hacia que la base de la explicación de que el balance energético sea positivo o negativo estriba más en el gasto de energía que en los niveles de consumo de la misma.
El gasto de energía puede producirse por dos razones: la actividad física y el gasto de energía del metabolismo basal que, al producirse en estado de reposo, representa un consumo de energía muy superior al ejercicio físico. En líneas generales, los niños obesos son menos activos que los no obesos. Sin embargo, un incremento en su actividad física conlleva, posiblemente, un gasto superior de energía por el mayor esfuerzo que supone el movimiento de su masa corporal. Por el contrario, puesto que la tasa metabólica puede verse reducida hasta un 30 por ciento, con el paso del tiempo, la reducción de calorías ingeridas podría no contribuir a la reducción de peso. En cualquier caso, existen datos que tienden a confirmar el supuesto de que el ejercicio físico puede reducir, a largo plazo, la ingesta alimentaría tanto en poblaciones infantiles como en los adultos.
Respecto a la ingesta alimentaría, a finales de la década de los ochenta y principios de los noventa, comienzan a formularse hipótesis en tomo a que los obesos tienen un estilo de comer propio, caracterizado por un ritmo de ingesta rápido, con bocados más grandes, más frecuentes y con menor número de veces de masticación.
Aunque los estudios realizados con adultos han mostrado resultados contradictorios, la existencia de ciertas peculiaridades en el estilo de comer se han defendido repetidamente en la literatura centrada en el análisis del comportamiento de poblaciones infantiles obesas. Estudios recientes han comprobado, incluso, que este tipo de hábitos en la alimentación no se ven influidos por la educación sobre nutrición u otros factores relacionados con la sobreingesta calórica (Friedman y Stokes, 1990). Además, comer rápido se asocia con una menor sensación de saciedad, con lo que el obeso tiende a ingerir más cantidad de alimentos en cada comida de los que en realidad necesita.
Existe un importante acuerdo sobre la influencia que ejercen los padres en los estilos de vida de sus hijos, de entre los que los hábitos alimenticios y el ejercicio físico son algunos ejemplos. Si, tal y como se apuntó anteriormente sobre la prevalencia de la obesidad, los hijos de obesos tienen mucha más probabilidad de ser igualmente obesos, cabría preguntarse el porcentaje de causalidad que corresponde a los factores ambientales frente a los hereditarios en dicho fenómeno.
En este sentido, son cada vez más las publicaciones que hacen especial hincapié en la consideración de los modelos de aprendizaje a los que se ven sometidos los niños, como base de partida para el planteamiento de objetivos terapéuticos de la intervención.

Prevalencia de la obesidad

En España, los datos citados por Saldaña (1990-1992) indican que la obesidad en niños fluctúa en tomo a un intervalo comprendido entre el 9,6 por ciento del total de la población infantil (Valtueña 1987) hasta un 27,9 por ciento.

Asimismo, de acuerdo a un estudio realizado por el Ayuntamiento de Bilbao, un 9 por ciento de los niños bilbaínos padecen sobre- peso, y un 2,5 por ciento pueden considerarse obesos. Asimismo, estudios de corte epidemiológico llevado a cabo en 1987 (Gabinete de Estudios Sociológicos Bernard Krief, 1987), con niños entre seis y trece años, se obtienen cifras que rondan entre el 2,9 por ciento de la población infantil andaluza y el 7,2 por ciento en las regiones del Norte, pasando por r poco más de un 3 por ciento (Cataluña y Levante) a alrededor de un 6 por ciento (Aragón y comunidades del centro). Sobre lo que no parece caber r duda es que un niño obeso tiene grandes probabilidades de ser un adulto obeso.
Y los adultos obesos, en comparación con adultos con peso normal, tienen hijos obesos en mayor proporción, variando la misma entre un 50 por ciento, si sólo es obeso el padre o la madre, y un 80 por ciento, si ambos progenitores lo son. Respecto al sexo, los datos son contradictorios.

Mientras unos apuntan hacia una prevalencia en las niñas, otros arrojan índices contrarios, a favor de los niños varones. En lo referente al esta- tus socioeconómico, Slobal y Stunkard (1989) concluyen, tras una amplia revisión de trabajos, que la relación entre obesidad y la variable en cuestión, difiere en función de que se trate de sociedades desarrolladas o en vías de desarrollo.

Clasificación y definición

La obesidad es un problema multifactorial y heterogéneo.
La mayoría de los autores que se han centrado en el estudio de la obesidad parecen estar de acuerdo en que se trata de una acumulación excesiva de grasa corporal innecesaria.
Por eso se considera a un sujeto como obeso o no en función del porcentaje de peso excedido.
A este respecto, existe unanimidad a la hora de definir, como regla genérica, que un obeso es aquel sujeto cuyo peso excede el 20 por ciento del que sería el adecuado considerando su edad, sexo, talla y complexión física. Esto se acepta como una referencia válida tanto en poblaciones adultas como infantiles.
Partiendo de que la definición de obesidad acaba siendo arbitraria, algunos autores distinguen entre obesidad y sobrepeso. El sobrepeso debería aplicarse cuando el peso del cuerpo es superior al 10 o 15 por ciento del ideal, por cuanto que si dicho porcentaje supera el equivalente a un 20 por ciento, la probabilidad de acumular grasa corporal se incrementa considerablemente. Es por ello que, de acuerdo con este planteamiento, el sobrepeso no hace referencia a la acumulación de grasa corporal sino al exceso de peso corporal. Para la medición del grado o nivel de obesidad a partir del peso relativo, existen medidas estandarizadas para poblaciones adultas. Sin embargo, no resulta adecuada la utilización de estas medidas en poblaciones infantiles dado el proceso de crecimiento continuo que les caracteriza.
Por ello, algunos autores (por ejemplo, Epstein y Wing, 1987) consideran que en poblaciones infantiles deberían usarse de forma conjunta medidas de peso relativo (considerando la altura y el sexo) y de acumulación de grasa (realizando mediciones del grosor del pliegue subcutáneo de los tríceps), a partir de algunos de los resultados que obtienen en los estudios que han llevado a cabo. Tomados conjuntamente, sus datos apuntan hacia que la consideración del peso relativo, como única medida, tiende a sobrestimar el grado de obesidad, si se considera que la masa muscular también pesa, en tanto que la estimación en exclusividad del pliegue subcutáneo provoca, igualmente, una sobrestimación, particularmente pronunciada en el caso de los niños varones.

En lo que a su clasificación se refiere, y siguiendo a Saldaña y Rossell (1988), la obesidad puede categorizarse en función de cuatro factores:
a) De acuerdo a los rasgos morfológicos del tejido adiposo, se distingue entre obesidad hipertrófica (debida a un aumento del contenido lipídico de las células del tejido adiposo) y obesidad hiperplásica (caracterizada por un incremento del número de células adiposas, con mayor o menor contenido lipídico), siendo la última más frecuente en la población infantil, que en casos de ser obesa, presenta el doble de células adiposas en comparación a sus iguales con normó peso.

b) La distribución anatómica del tejido adiposo conlleva la distinción de dos tipos de obesidad. De un lado, la obesidad androide (característica de sujetos varones), con mayor acumulación de grasa en la mitad superior del cuerpo; del otro, la obesidad ginoide (típica de las mujeres), en cuyo caso la grasa se acumula fundamentalmente en la mitad inferior.

C) Hay diversos tipos de obesidad, en función de su etiología, que pueden organizarse en cinco grandes apartados: obesidad como trastorno secundario de enfermedades endocrinas o de lesiones hipotalámicas; obesidad asociada r a síndromes genéticos; obesidad con posible origen genético (síndrome de Down y obesidad familiár) y obesidad de origen metabólico (secundaria a una ingesta excesiva o a un desequilibrio energético).
d) Finalmente, la obesidad puede distinguirse en función del nivel de sobrepeso.
El sistema ofrecido por Stunkard (1988), distingue tres categorías (leve, moderada y severa, en función del porcentaje total de peso excedido).

En cualquier caso, éste tipo de clasificaciones tiene relevancia, fundamentalmente, por dos aspectos: factores de riesgo para la salud que puede acarrear el grado de obesidad y necesidad de prescribir dietas más o menos hipocalóricas, como uno de los , aspectos de la intervención.

Introducción

La obesidad no se clasifica como un trastorno alimenticio, posiblemente, porque no se asocia, genérica- mente, con ningún síndrome psicológico ni alteración conductual concretos. No obstante, se constituye en un problema ciertamente relevante en lo que a la salud física y mental del individuo se refiere. Cuando se revisa la literatura al uso, lo frecuente es encontrar continuas referencias en torno al papel que desempeña la obesidad como factor de riesgo de una elevada morbilidad.
Además, se asocia con alteraciones de la salud tan importantes como las enfermedades cardiovasculares, la diabetes mellitus, las infecciones respiratorias, la apoplejía, la gota, diversos trastornos endocrinos y problemas ortopédicos.
Además, los sujetos obesos pueden ver potenciada la aparición de riesgos anestésicos durante las intervenciones quirúrgicas. Desde luego, la obesidad contribuye de forma sustancial al incremento del coste sanitario. No obstante, algunos autores se cuestionan si lo que ocurre, en ocasiones, es que las dietas estrictas e inapropiadas a las que se ven frecuentemente sometidos los obesos, tomando en consideración las graves repercusiones que ello acarrea, pueden contribuir al riesgo aparente del desorden subyacente. Este hecho resultaría ciertamente relevante en poblaciones infantiles, donde los riesgos de una dieta "heroica" podrían llegar a ser serios.
En relación con aspectos psicológicos, los sujetos obesos presentan con mayor frecuencia síntomas depresivos, un nivel de ansiedad elevado y baja autoestima. En este sentido, parece existir un acuerdo generalizado en torno a la influencia de los valores culturales en la explicación de dichos aspectos; si bien los trabajos centrados en el estudio de los grupos de referencia normativamente significativos para el sujeto obeso no apuntan en una misma línea, a excepción de aquellos que toman en consideración el sexo como variable independiente, cuyos hallazgos tienden a señalar que las mujeres y adolescentes se ven más afectadas que los varones. No deja de ser paradójico y contradictorio el hecho de que en las sociedades occidentales impere un modelo de delgadez cuando, sin embargo, la mayoría de las celebraciones y actos sociales se realizan en torno a la comida. Se establece así una pugna entre la cultura festiva y el valor cultural de la estética. Si a esto se le suma el conocimiento acerca de los factores de riesgo para la salud que conlleva la obesidad, y el hecho de que un porcentaje importante de padres consideran saludable un cierto sobrepeso en su hijo, la disonancia es absoluta y la prevención, ciertamente complicada.
El intervalo de tiempo que transcurre desde el primer año hasta los tres o cuatro, es especialmente vulnerable para la aparición de problemas alimenticio.
Los padres, acostumbrados a que su hijo coma de forma consistente y gane peso con frecuencia, se encuentran ahora con un niño que comienza a rechazar determinados tipos de alimentos y que no siempre tiene apetito, lo que puede dar lugar a una preocupación y ansiedad excesivas. La preocupación de los padres puede transformarse en una instigación al niño para que coma, lo que podría provocar no sólo problemas de interacción en las comidas, sino también hábitos de ingesta alimenticia inapropiados. Éstos se deben, en su mayor medida, a los mensajes y órdenes emitidos por los padres a sus hijos más que al tipo de alimento más a menos apetitoso.
Cuando el niño cuenta cinco o seis años, su apetito vuelve a incrementarse, pero ahora existen ciertos hábitos alimenticios instaurados que no siempre son los adecuados. Si a esto se le suma que tiene una mayor libertad y una menor supervisión para elegir alimentos en determinados contextos, la probabilidad de que llegue a convertirse en un adulto obeso se ve incrementada.

Obesidad infantil y adolecencia

La obesidad en sí se constituye precozmente en más de la mitad de los casos durante la primera infancia, es decir, antes de los dos años. Las encuestas realizadas, sobre todo en los países industrializados, indican que la frecuencia de la obesidad infantil ha aumentado notablemente en los dos últimos decenios. Este aumento de la obesidad se debe a factores socio económicos que facilitan el acceso a alimentos abundantes y variados que constituyen una solicitación permanente a la fuente de placer. Los factores socioculturales tienden, por la modificación de los cánones estéticos y éticos, a atribuirle un valor negativo. La delgadez se convierte en un criterio de distinción. Así, el niño obeso se enfrenta a referencias normativas fluctuantes y a menudo incoherentes. Ese mismo niño, que era el orgullo de la familia por su salud floreciente y su buen apetito, se convierte, poco tiempo después, y a veces, mediante un cambio brutal, en objeto de preocupación y vergüenza por su exceso de peso y su glotonería.