martes, 29 de junio de 2010

Introducción

La obesidad no se clasifica como un trastorno alimenticio, posiblemente, porque no se asocia, genérica- mente, con ningún síndrome psicológico ni alteración conductual concretos. No obstante, se constituye en un problema ciertamente relevante en lo que a la salud física y mental del individuo se refiere. Cuando se revisa la literatura al uso, lo frecuente es encontrar continuas referencias en torno al papel que desempeña la obesidad como factor de riesgo de una elevada morbilidad.
Además, se asocia con alteraciones de la salud tan importantes como las enfermedades cardiovasculares, la diabetes mellitus, las infecciones respiratorias, la apoplejía, la gota, diversos trastornos endocrinos y problemas ortopédicos.
Además, los sujetos obesos pueden ver potenciada la aparición de riesgos anestésicos durante las intervenciones quirúrgicas. Desde luego, la obesidad contribuye de forma sustancial al incremento del coste sanitario. No obstante, algunos autores se cuestionan si lo que ocurre, en ocasiones, es que las dietas estrictas e inapropiadas a las que se ven frecuentemente sometidos los obesos, tomando en consideración las graves repercusiones que ello acarrea, pueden contribuir al riesgo aparente del desorden subyacente. Este hecho resultaría ciertamente relevante en poblaciones infantiles, donde los riesgos de una dieta "heroica" podrían llegar a ser serios.
En relación con aspectos psicológicos, los sujetos obesos presentan con mayor frecuencia síntomas depresivos, un nivel de ansiedad elevado y baja autoestima. En este sentido, parece existir un acuerdo generalizado en torno a la influencia de los valores culturales en la explicación de dichos aspectos; si bien los trabajos centrados en el estudio de los grupos de referencia normativamente significativos para el sujeto obeso no apuntan en una misma línea, a excepción de aquellos que toman en consideración el sexo como variable independiente, cuyos hallazgos tienden a señalar que las mujeres y adolescentes se ven más afectadas que los varones. No deja de ser paradójico y contradictorio el hecho de que en las sociedades occidentales impere un modelo de delgadez cuando, sin embargo, la mayoría de las celebraciones y actos sociales se realizan en torno a la comida. Se establece así una pugna entre la cultura festiva y el valor cultural de la estética. Si a esto se le suma el conocimiento acerca de los factores de riesgo para la salud que conlleva la obesidad, y el hecho de que un porcentaje importante de padres consideran saludable un cierto sobrepeso en su hijo, la disonancia es absoluta y la prevención, ciertamente complicada.
El intervalo de tiempo que transcurre desde el primer año hasta los tres o cuatro, es especialmente vulnerable para la aparición de problemas alimenticio.
Los padres, acostumbrados a que su hijo coma de forma consistente y gane peso con frecuencia, se encuentran ahora con un niño que comienza a rechazar determinados tipos de alimentos y que no siempre tiene apetito, lo que puede dar lugar a una preocupación y ansiedad excesivas. La preocupación de los padres puede transformarse en una instigación al niño para que coma, lo que podría provocar no sólo problemas de interacción en las comidas, sino también hábitos de ingesta alimenticia inapropiados. Éstos se deben, en su mayor medida, a los mensajes y órdenes emitidos por los padres a sus hijos más que al tipo de alimento más a menos apetitoso.
Cuando el niño cuenta cinco o seis años, su apetito vuelve a incrementarse, pero ahora existen ciertos hábitos alimenticios instaurados que no siempre son los adecuados. Si a esto se le suma que tiene una mayor libertad y una menor supervisión para elegir alimentos en determinados contextos, la probabilidad de que llegue a convertirse en un adulto obeso se ve incrementada.

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